Vicente Antonio Posse y Roybanes (N. 1 de diciembre de 1753)

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Vicente Antonio Posse y Roybanes (N. 1 de diciembre de 1753)

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"Un héroe civil en el olvido"

Escrito por Redacción | A Coruña el 9/23/12 • En la Categoría El Domingo

El olvidado médico coruñés Posse y Roybanes fue uno de los primeros en promover la vacuna contra la viruela pese a los recelos de la sociedad de la época

Mi nombre es Vicente Antonio Posse y Roybanes. 200 años llevaba el polvo acumulándose sobre mi cadáver y, de repente, me veo tan animoso como cuando estaba “en la firme creencia de que, en promover el feliz hallazgo de la vacuna de la viruela, hago al público uno de los más sólidos y seguros servicios que mi profesión puede proporcionar”. Los primeros en retirar la tierra que ocultaba mi tumba fueron el historiador Antonio Meijide (Personajes de la Historia Contemporánea) y los médicos Carlos González y Fausto Galdo (A Coruña en la Historia de la Viruela). De continuar mi exhumación se encargaron J. Pedrido y A. López: aireando legajos en la Congregación de los Dolores, en el Archivo Histórico de A Coruña (fondos: Junta de Sanidad / Padrón de Vecinos / Acuerdos Municipales), en el Histórico Universitario (fondo: Hospital de los Reyes Católicos) y en el Diocesano de Santiago (fondo: Libros Sacramentales) fueron ensamblando piezas hasta reconstruir el retrato de mi existencia.

El Hombre
Nací el 1 de diciembre de 1753, en Betanzos, hijo de Josef Posse Roybanes y de María Ascención Losada. El día 3 era bautizado en la parroquial iglesia de Santa María de Azogue y mi nombre así lo escribió el párroco: Bizente Bernardo Antonio Domingo Ventura Francisco Xavier.

A los 24 años había finalizado los estudios de Medicina en Santiago y dos años más tarde era designado para prestar asistencia a las familias que marchaban a repoblar el Río de la Plata. Tarea que combiné —durante tres años— con las suplencias de seis meses que, cada año, le correspondían, en el Hospital del Buen Suceso, a don Fernando Oxea, uno de los dos facultativos municipales de A Coruña. Mi primer trabajo permanente fue, en 1784, como médico titular de la villa de Pontedeume, de donde pasé a “titular de la ciudad de Betanzos, su hospital de San Antonio y del monasterio imperial de Santa María de Monfero”. Desde este destino, el 4 agosto de 1791, solicité al Concejo de A Coruña que se me concediera ocupar, de modo interino, plaza de médico municipal, en atención a las frecuentes indisposiciones que padecía don Fernando. Cuatro días más tarde, el pleno municipal acepta mi candidatura —14 regidores a favor y 2 en contra—, “sin más salario ni más gratificación, dure poco o mucho la sustitución, que la seguridad en la futura sucesión en el cargo”. “Habiendo llamado Dios a juicio al doctor Oxea”, acordó el Concejo coruñés se despachase, a mi nombre, el sueldo mensual asignado al médico titular. Era el 25 de agosto de 1792. Siempre me había dispensado don Fernando un trato hospitalario y desprendido. Tanto que, en 1779, en la iglesia de San Nicolás, me casaba con Juana Oxea, de 20 años —hija del médico y de doña María Guerra y Sánchez—. En 1799 nos habíamos mudado al número 14 de calle de la Franja. Asuntos de familia numerosa: al principio, con nuestra hija María y su esposo Manuel Álbarez, oficial de los Correos Marítimos. Luego fueron llegando cuatro nietos y, con ellos, criadas y amas de cría. Si consideras importante el estar al tanto de las novedades científicas y tienes que buscártelas en inglés, francés, alemán o en latín, el entorno no era muy favorable. Tenía más de verbena que de biblioteca, dentro y fuera del hogar. En el bajo, vivía el señor Francisco, inválido y con licencia para fabricar aguardiente y, en la Franja, de 61 casas, 12 eran posadas.

Recién acabo de conocer detalles de mi muerte: resulta que fallecí el 5 de octubre de 1809, sacramentado de confesión y extremaunción, pero sin haber podido comulgar. Mi sepultura fue de 60 reales, al entierro asistieron 29 sacerdotes y, por mi alma, se dirían 30 misas.
Ya metidos en capilla, abro la puerta de la Congregación de los Dolores, la institución cívico-religiosa más poderosa de la ciudad, con oratorio privado y entrada propia en San Nicolás. Recibía incesantes donativos de casas, fincas y caudales, a mayor gloria de los benéficos poderes atribuidos a la patrona de la Hermandad. Tan poderosos que no se no se permitía sacar la imagen de la Dolorosa de su altar, excepto para rogativas públicas: suplicar por la felicidad de nuestras armas en las guerras, implorar temporal de agua en tiempo de sequía o rogar por el cese de epidemias. Todos cuantos en algo se quisiesen dar a valer, por aquí tenían que pasar. Con el aval de ser hermano profeso de la Congregación de Pontedeume, mi candidatura fue aceptada y hube de pagar la cuota reglamentaria de 24 reales de vellón. Andando los años, llegué a ser uno de los dos capilleres de la Virgen. Un cargo de postín, con más oropel que faena: “los capilleres se veían precisados a residir permanentemente en la sacristía para suministrar lo necesario para las misas y el ornato del altar, admitir alguna limosna si la había, avisar al párroco para los manifiestos y dar la cera para el Rosario; no siendo compatible con sus negocios particulares esta continua presencia en la sacristía, se les eximió de este encargo subrogándolo en un eclesiástico congregante”.
Para lo que no valían evasivas era para la obligación que teníamos de pedir limosna para los pobres: un viernes y un sábado al año, en pareja, por las calles y arrabales de la ciudad. “El congregante que no lo hiciere o no buscase hermano que le supla, pagará para los pobres 6 reales. Y el que con esto no quisiere cumplir, que le borren de la Congregación en público”.

Analizando el acta de fundación del Hospital de San Antonio de Betanzos —uno de mis destinos profesionales—, el doctor Carlos Fernández señala que “por influencia de la Teología y la Religión, se considera la enfermedad como un mal enviado por Dios a los hombres por sus pecados. Los hospitales son instituciones para practicar la caridad —de esta manera, los benefactores se aseguran la salvación de sus almas— y no lugares de curación”.
¿Qué hacer? ¿Creer en rogativas o fiarse de la literatura científica que circulaba por Europa? ¿Estaba mi límite profesional en ejercer la medicina con caridad cristiana? Fui un voluntarioso hermano en Ponteume y en San Nicolás pero, en la encrucijada entre Ciencia y Religión, siempre miré al norte. Mi estrella polar, mi credo, era la Ilustración: “la enfermedad pasa de considerarse un acontecimiento sobrenatural —en palabras de Carlos Fernández— a ser un acontecimiento causado al hombre por el mal funcionamiento de su cuerpo”.

El Médico
Soy un profesor del arte de curar de mediana cualidad y de regular talento para no cerrar los ojos ante la realidad. Ahí está la viruela, el más tirano y duradero estrago que puede atribuirse a enfermedad alguna. He visto centenares de caras bien parecidas conducidas al túmulo en el estado más espantoso de fealdad. He visto con demasiada frecuencia el más alto grado de podredumbre en criaturas que eran el embeleso de sus padres y su única esperanza de proporcionarse algún consuelo en los helados tiempos de la vejez.

En este estado de cosas, en 1.799, por el Semanario de la Agricultura, tuve noticia del feliz descubrimiento del doctor Edward Jenner. Produjo tal inquietud en mi ánimo que no pude reposar hasta verme empapado de todo lo que se sabía de cierto sobre sus buenos efectos. A mediados del año 1801 me hallaba convencido de que me hacía un delincuente si me retardaba en poner en práctica el remedio que hará eterna la memoria del doctor Jenner. Solicité virus vacuno —extraídos de pústulas de vacas enfermas de viruela, se guardaba en hilas de algodón y venía desde Barcelona—, para hacer la primera tentativa de vacunación en la criatura que entonces más amaba: el primer fruto del matrimonio de mi hija única, un hermoso niño de cinco meses. La efectué el 16 de agosto y al hacer la contraprueba —doce meses más tarde—, con viruela natural, no hubo tropiezo alguno: en mi nieto sólo se manifestó una calentura benigna de la clase catarral y ni un grano siquiera de viruela en todo el resto del cuerpo.
Proseguí vacunando a muchos niños con el mismo método —vacuna transportada en hilas—, con lo que nunca conté con entera confianza en disponer siempre de virus activo. La coyuntura de zarpar desde A Coruña (noviembre de 1803) una expedición a las Américas con el objeto de propagar la vacuna y también el conocimiento que de antes tenía con el doctor Francisco Balmis, colmaron de dicha mis ilusiones.

El director de la Real Expedición permitió que presenciase sus primeras vacunaciones, me franqueó sus vastos conocimientos y, por primera vez, pude contar con virus legítimo. Ejecuté en su presencia esta operación repetidas veces y, a su partida, me recomendó con el mayor encarecimiento procurase conservar el virus fresco —con vacunaciones permanentes— para que, si en su navegación de aquí a Canarias tenía la desgracia de que le fallase el suyo, lo pudiese hallar de nuevo en este puerto, a donde con seguridad regresaría a buscarlo.

Fui perfeccionando cada día más la vacuna que me había quedado hasta el grado de haberme atrevido a asegurar, con mi firma, ante la justicia y en los edictos publicados, que era acaso la mejor de Europa, al no haber tenido una sola desgracia que pudiese atribuirse a la vacuna. Un año antes de que el rey Carlos IV, mediante la creación de salas de vacunación gratuita, impulsase este admirable descubrimiento, ya había enviado pus —ahora, encerrado entre cristales sellados con lacre disuelto en espíritu de vino— a Santiago, Lugo y Vivero y también había realizado, a mis expensas, vacunaciones en Betanzos.

Tuve la felicidad de extinguir la epidemia que vagaba haciendo crueles estragos en los pueblos de Bergantiños (agosto de 1804) llevando, a mi cuenta, una niña envacunada y con los granos de viruela en sazón. En Paiosaco, en el campo, a la sombra de un árbol y a la vista de la Justicia, vacuné a 16 niños y niñas, hijos de labriegos de Artes, Buño, Cambre, Goiáns, Leiloio, Sísamo, Traba y Mens. Tenía a mi presencia al celoso cirujano don Miguel Osinde, quien me había dado parte de la epidemia y había convocado a los vecinos. Haber instruido a este cirujano y que no se haya vuelto a ver un solo enfermo de viruelas naturales son dos hechos que recompensan en abundancia mis afanes. Los vecinos viven casi ciertos de su curación y aquel temor que tenía sobrecogidos sus corazones se disipó a modo de una débil niebla.

Debo confesar que no pasaron de 300 personas las que se presentaron a recibir este beneficio que, sin remuneración alguna, dispensaba así en mi casa como en el Hospital y en cualquier casa a donde me pedían que fuese. Nuestra España era el país donde más se recelaba de la vacuna: curar a gente sana, infectándola con un mal que aún no padecía y procediendo el remedio de vacas enfermas, agitaba apocalípticas sospechas.

Me vi precisado a andar pidiendo como de limosna niños a los que vacunar. Tuve que sufrir muchas contestaciones desabridas y combatir calumnias de personas del arte médico. Facultativos y cirujanos frenaban las vacunaciones en los propios hospitales porque —así se entretenían— “lejos de desterrar la preocupación del vulgo, la aumentará y los aldeanos que naturalmente aborrecen los hospitales, contarán mil patrañas en sus aldeas, donde les darán más ascenso que a cuantas disertaciones se puedan presentar”.
En la vacunación brazo a brazo creía entonces y sostengo hoy es la que se debe preferir para erradicar la viruela. Soy partidario y propagador de la vacuna y solo me contemplo ligado por las obligaciones de un mero profesor que mira por el bien de los mismos ciudadanos que le sostienen.

Para la operación de brazo a brazo, los granos de viruela de la persona ya envacunada han de tener las señales siguientes: que estén rodeados de un círculo de color rosado, cuyo centro ocupa la pústula formada en el punto en que se dio la picada. Que la pústula tenga la redondez de una lenteja ordinaria, esté hundida en el centro y como pegada a la carne y alrededor un pequeño cerco algo más elevado y que contiene una materia blanquinoso-espesa que, entre los envacunadores, se llama gomosa. El todo de la pústula y su círculo encarnado formarán la apariencia de una hermosa flor con su germen en medio.
Así en sazón, se harán en el grano que se quiera dos o tres punturas superficiales —hasta cuatro, máximo— con una lanceta bien limpia. Esperando un rato se verá brotar un licor transparente en que se mojará la punta de la misma lanceta, habiéndola enjuagado antes muy bien. Así preparada, se introducirá lo más superficial y horizontalmente que se pueda entre las láminas de la epidermis del sujeto que se va a envacunar (que no haya pasado las viruelas naturales), cuidando de que salga la menor sangre posible. La experiencia me ha enseñado, sin embargo, que su mayor o menor salida no impide que el virus pegue.
Al cumplir el cuarto día de la envacunación, si alrededor del punto en que se picó se presenta un encendimiento y pequeña elevación —parecida a la mordedura de una pulga o la primera aparición de un grano de viruela natural—, bien perceptible y limpia de toda erupción extraña, ya se podrá asegurar que el virus pegó.
Desde el día cuarto al séptimo apenas se percibe novedad alguna en los granos, a excepción de su incremento natural y la particularidad de que, a proporción que van aumentando en volumen y anchura, su centro descubre más claramente la hundidura.
Desde el séptimo hasta el nueve se ve formarse, por grados, el círculo encarnado o aureola. Los granos se llenan de la gomosa.
El día diez parece ser el de la verdadera madurez del grano vacuno legítimo. Es el momento adecuado para pasar la vacuna de brazo a brazo. La hundidura empieza a secarse y a formar una costrita de cor pardo. El pequeño cerco algo más elevado de la pústula se llena de gomosa, que sale como un licor transparente al poco rato de ser picada con la lanceta.
Este pus desaparecerá, regularmente, al fin del día once. En adelante, irá desapareciendo el círculo rosado y solo la costra irá aumentando su tamaño, desde el centro a la circunferencia, cada día más gruesa, dura y morena, hasta que por el día 20 se desprende y cae por sí misma.

http://mas.laopinioncoruna.es/suplement ... el-olvido/
Poblada soledad es hoy el mundo.
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